Era otoño.
El manzano del viejo Armstrong
había empezado a perder las hojas y estás danzaban al compás del viento de
Octubre, desperdigándose por toda la calle.
“Treinta y tres, treinta y
cuatro, treinta y cinco”
Jessie saltaba la cuerda
en el jardín delantero, rápida y ligera, con sus largas trenzas rubias rebotando
sobre su espalda. Llevaba puesto el suéter naranja que la tía Amanda le había
tejido por Navidad.
La verdad es que picaba un
poco del cuello, pero mamá siempre insistía en que era de mala educación no usarlo.
“Treinta y seis, treinta y
siete, treinta y ocho”
Fue entonces que vio el camión
de mudanzas acercándose lentamente desde el final de la calle hasta la casa
contigua a la suya. Una casona estilo victoriano pintada de blanco y con tejas azules
que llevaba abandonada aproximadamente unos tres años.
La razón del porqué de la
partida de sus antiguos moradores era un misterio para todos. Sin embargo, alguna
vez escucho a su madre comentar que había sido descubierto que tenían varios
negocios ilegales.
Jessie nunca supo que
quiso decir con aquello.
“Treinta y nueve, cuarenta,
cuarenta y uno”
Continuo mirando de reojo
mientras descargaban el camión.
Un sofá de orejas forrado
en terciopelo rojo, una mesa de madera oscura tan grande que Jessie llego a
preguntarse si en verdad cabría dentro de la casa, un cuadro bastante feo que
seguro había costado más de lo que debería… Jessie dejo de prestar atención y
se dedicó a mirar al perro de la señora Prewett, que corría en círculos tratando
de alcanzar su cola.
“Cuarenta y dos, cuarenta
y tres, cuarenta y cuatro”
Un auto se estaciono detrás
del camión de mudanzas.
Era un jaguar negro del año
con asientos de piel, –aunque esto último no lo sabría hasta varios años
después.
Del asiento delantero bajo
un hombre bajito, de cabello cano y vestido completamente de negro, con un
sombrero que para el gusto de Jessie era más que ridículo.
“Cuarenta y cinco, cuarenta
y seis, cuarenta y siete”
Este abrió la puerta trasera
e hizo una ligera reverencia.
Primero bajo un hombre, alto,
de nariz torcida, cabello oscuro peinado hacia atrás y ojos claros como el
cielo; vestido con una playera polo Ralph Lauren y unos pantalones caquis.
Después siguió la mujer,
enfundada en un vestido negro clásico de Chanel. Era alta y tan delgada, que
Jessie temió que pudiera romperse ante el más mínimo soplo del viento.
“Cuarenta y ocho, cuarenta
y nueve, cincuen…”
Entonces bajo ella y
Jessie casi tropezó con la cuerda cuando trataba de dar el salto número cincuenta.
Ella era bajita, de cabello
oscuro rizado y grandes ojos grises enmarcados por unas largas pestañas. Usaba
un jumper de cuadros y debajo de este una camisa blanca de manga larga. Con la
mano izquierda sostenía una muñeca de caireles rubios y ojos verdes, vestida
con un enorme vestido de holanes azules.
Jessie reprimió un escalofrío
al darse cuenta de que era idéntica a esas muñecas que salen en las películas y
que cobran vida para matar a la gente.
Levanto la mirada y sintió
que se sonrojaba cuando sus ojos se encontraron directamente con los de su nueva
vecina.
Y no, no fue amor a primera
vista ni mucho menos, aunque ciertamente se sintió bastante parecido, con aquella
sensación de mariposas en el estómago y las manos sudorosas.
Ella levanto la mano a manera
de saludo y le dirigió una sonrisa –la más bonita que jamás volvió a ver en su
vida- antes de entrar a su casa. Jessie se quedó de pie en
el jardín varios minutos, antes de correr emocionada al patio trasero para contarle
a su madre de los nuevos vecinos.
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