Mamá dijo muchas
cosas aquella noche y todavía, si cierro los ojos y me concentro lo suficiente,
puedo escuchar cada palabra como si estuviera viviéndolo de nuevo. Recuerdo que
papá solo se quedó callado, con aquella expresión de inmutable seriedad
mientras bebía su café negro bien cargado y leía la sección financiera del
periódico reclinado en el sofá de orejas rojo de la sala, como si lo que
estaba pasando en frente de sus narices no fuera más que la escena de una
película, completamente ajena a su realidad y por lo tanto, carente de
cualquier clase de importancia.
Los gritos de mamá
se oyeron por todo el vecindario.
Varios vecinos cotillas salieron
de sus casas y se asomaron por la ventana tratando de descubrir lo que pasaba
en el número diecisiete de la calle Marshall, aquella casa de tejas azules y
enrejado blanco con los arbustos de margaritas bien cuidados y el caminito
de piedra que parecía sacada de un cuento de hadas.
Sin embargo aquella noche el cuento de hadas dio un giro inesperado transformándose en una
historia de terror.
Todas aquellas
sonrisas gentiles y las caídas de ojos que mamá llevaba ensayando y
perfeccionando desde hacía años se fueron al caño y la puesta en escena de la familia perfecta que habíamos montado nos cayó encima
tan rápida como un rayo a un árbol.
Y aún después de
tanto tiempo, no sé quién de los tres se llevo la peor parte.
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